Descripción
La familia y la escuela tienen que caminar juntas. Ambas son espacios clave en el desarrollo de la infancia y adolescencia. Por eso, la educación sexual debe empezar en el entorno familiar, desde el diálogo, la confianza y la escucha, y debe continuar
en la escuela, con información rigurosa, cercana y adaptada a cada etapa.
No se trata de sustituir a las familias, sino de acompañarles y complementar su labor desde el ámbito educativo. La educación sexual no puede ser algo que llegue solo cuando hay un “problema” o una “urgencia”, sino que debe trabajarse desde la prevención, el conocimiento, el acompañamiento emocional y el pensamiento crítico.
Uno de los grandes malentendidos sobre la educación sexual es pensar que pretende imponer ideas. Nada más lejos de la realidad. Educar en sexualidad no es imponer, sino ofrecer información fiable, abrir espacios de reflexión y promover decisiones libres y responsables.
También es importante desterrar la idea de que hablar de educación sexual es hablar solamente de relaciones eróticas. Al contrario, es hablar de cómo nos miramos, cómo nos valoramos, cómo expresamos nuestras emociones, cómo nos
cuidamos, cómo entendemos el consentimiento, cómo rompemos estereotipos y cómo construimos relaciones igualitarias.
La infancia y adolescencia demandan educación sexual. Hoy, más que nunca, nuestros niños, niñas y adolescentes están expuestos a una sobreinformación que llega de muchas fuentes: redes sociales, influencers, videojuegos, televisión, juguetes, etc. Toda esta información también educa en sexualidad… aunque no siempre de forma adecuada. La pornografía, por ejemplo, se ha convertido en una de las principales fuentes de educación sexual para adolescentes. Y esto tiene consecuencias. Creen que la pornografía muestra cómo deben ser las relaciones, lo que refuerza modelos basados en la dominación, la falta de consentimiento y el placer unilateral. Esta visión distorsionada genera relaciones tóxicas, machistas y desiguales.
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